Hugo Acevedo el taxista que ti de sangre una maana quilmea Ilustracin Osvaldo Rvora
Hugo Acevedo, el taxista que tiñó de sangre una mañana quilmeña. (Ilustración: Osvaldo Révora)

Tras recortar la cartulina, dibujó unas letras con caligrafía casi infantil.

Acompañaba la acción asomando la lengua por el extremo de la boca en el que su bigote se hacía desparejo; luego pegó ese rectángulo sobre la puerta que daba a una pequeña oficina. Y rascándose la calva, retrocedió unos pasos para apreciar su obra con deleite. Allí podía leerse: “Comité de crisis”.

Así era él; se tomaba a pecho hasta los más mínimos detalles. Fue cuando un agente le avisó:

–Jefe, acá abajo hay tres canales de televisión y unos muchachos de la revista Gente.

Minutos después, emergió de las escaleras con la camisa arremangada y una pistola Glock encajada en la cintura. Ese era el único detalle que sugería su condición de policía. El resto de su estampa se asemejaba al de un antiguo y postergado burócrata municipal. A los periodistas les costó reconocer en él al hombre que debían entrevistar.   

Al acercarse a ellos, él sintió un alegre estremecimiento. Tuvo la certeza de que al fin había llegado su momento. Y soltó:

–El cuádruple homicida sabe que con nosotros no hay escapatoria.

En su dicción se advertía un ceceo.

–¿Es verdad que lo tienen cercado? –quiso saber un movilero.

–Tanto como cercado, no…

–¿En qué etapa de la búsqueda se encuentran entonces?

–En realidad no sabemos dónde está, pero les aseguro que el prófugo tiene las horas contadas.

Tal respuesta, ambigua si las hay, desconcertó a los presentes.

Poco antes, el comisario Claudio Smith, de la Dirección Departamental de Investigaciones (DDI) de Quílmes, había sido puesto al frente de un grupo especial compuesto por 12 detectives, abocados exclusivamente a la búsqueda del taxista Hugo Acevedo, de 46 años, cuya sangrienta faena conmocionaba a la opinión pública.

Día de furia

Sus vecinos del Barrio Pepsi, de Berazategui, lo tenían por un tipo muy difícil; siempre se mostraba hosco y no saludaba a nadie. Pero el 7 de marzo de 1998 despertó de un talante peor que el habitual. Y obró en consecuencia.

Al concluir el desayuno ahorcó a su esposa, Silvia Díaz, sobre la cama matrimonial. Después partió con premura hacia Quílmes para finiquitar otros enconos.

Allí liquidó con seis disparos a Juan Carlos Visconti, la actual pareja de Estrella Domínguez, su primera mujer.

Al rato, ella lo vio llegar a bordo de un remise al pequeño comercio que atendía en el centro de aquella urbe, sin suponer que otros seis corchazos la convertirían en la siguiente víctima.

Al final, el tipo enfiló hacia el monoblock donde vivía Ada Delgado, su madre. Y ella le pidió que no hiciera ruido para no despertar al padrastro, don Eleuterio Acevedo, de 83 años (quien le dio el apellido). Y fue a la cocina para preparar  mate. Al minuto siguiente, del anciano sólo quedó un cadáver atravesado por ocho proyectiles.

Desde entonces, el paradero del taxista fue un enigma.

El gobernador Eduardo Duhalde había ofrecido 30 mil pesos-dólares a quienes aportaran información sobre su localización. Su interés en el asunto tenía una lógica  de marketing: maltrecho por los efectos políticos causados por el crimen del fotógrafo de la revista Noticias, José Luis Cabezas, y en medio del insomnio que le causaban las trapisondas de la “Maldita Policía” –tal como la prensa había bautizado a La Bonaerense–, los efectos mediáticos de esta trama fueron para él una bocanada de aire fresco.

De hecho, sobre Acevedo corrían diariamente ríos de tinta. Afiches con la estampa de aquel sujeto fornido, con gruesos bigotes y cabellera entrecana, se exhibían en los muros del Conourbano. Mientras tanto, presuntos testigos y cazarecompensas juraban haberlo visto en distintos sitios al mimo tiempo. De modo que los sabuesos de Smith corrían de un lado a otro, para siempre volver con las manos vacías. Acevedo parecía tragado por la tierra.

La madre de la criatura

A la semana de sus crímenes, quien esto escribe entrevistó a doña Ada en su departamento.

–Huguito es muy nervioso. Pero jamás lo creí capaz de esto –supo decir entonces, entre sollozos.    

A continuación, mostró un álbum con fotografías familiares. En ellas se lo veía al hijo en diferentes edades y etapas de su vida: en la escuela, durante la primera comunión, al casarse y en algún festejo navideño. Pero todas tenían un denominador común: la expresión entre temerosa y acechante de sus ojos.

Doña Ada las exhibía con un dejo de ternura. Incluso besó la superficie de una. Y sin contener el llanto, exclamó:

–Mi bebé… ¿Dónde estará mi bebé?

El filo de la muerte

Aquella misma pregunta, pero planteada en otros términos, era la que se hacía el comisario Smith. Es que, un mes y medio después, el enigma de su paradero seguía intacto. Y a ello se le sumaba la presión de la prensa.

Lo cierto es que el periodismo televisivo había convertido esa pesquisa en un reality show. Tanto es así que, solamente durante el mediodía del último jueves de abril, Mauro Viale entrevistaba en ATC a un ignoto “especialista en psicología forense”, quien vaticinaba que Acevedo cometería otros asesinatos.

Y al mismo tiempo, en TN, Enrique Sdrech mantenía un fluido diálogo con el criminalista Osvaldo Raffo, quien desenvainó su cuchillo de claridades con las siguiente conjetura: Este hombre es un alienado que ha hecho un síndrome de perseguido a perseguidor. Si se comprueba esta patología, con toda seguridad sería declarado inimputable por la Justicia”.

En su despacho, el Gobernador hacía zapping de un canal al otro. Hasta que, finalmente, apagó el televisor. Trinaba de furia.

Y se volteó hacia el comisario Smith, sentado frente a él, para soltarle:

–Vamos, Claudio, este cachivache no tiene guita, no tiene aguantadero ni amigos que lo apañen. Está en juego el prestigio de la repartición.

Entonces fulminó con la mirada a su interlocutor, y remató:

–No me defraude, Claudio.

Al pobre Smith le corría el sudor por la calva. Y sólo dijo: 

–Lo vamos a cazar señor. Hacemos lo posible. Es cuestión de tiempo.

Su ceceo era más marcado que nunca.

Pero no faltaba a la verdad: la patota de la DDI buscaba al prófugo de día y de noche sin parar, e ideaba sofisticadas celadas; también estaba detrás de sus posibles comunicaciones telefónicas. Pero aún en vano, puesto que él no hablaba más de diez segundos, un lapso insuficiente como para interceptar las llamadas

No obstante, poco después esto último dio sus frutos al ser enganchada  una llamada que Acevedo le hizo desde algún teléfono
público a la mamá.

Pues bien, a partir de entonces, Smith puso en práctica una maniobra de aproximación hacia esa mujer. O sea, comenzó a visitarla, cimentando con ella una relación de confianza.

Un día ella le mostró el álbum familiar. Y otra vez entre sollozos, dijo:

–Mi bebé… ¿Dónde estará mi bebé?

Smith, entonces, la tomó entre sus brazos para consolarla, y le susurró:

–Si yo lo supiera, señora, sería la única forma de preservar su vida.

El taxista que ya no fue libre

Durante la mañana del 15 de julio, un sujeto fornido, sin bigotes y con cabellera teñida de rojizo, emergió de una pensión del barrio porteño de Flores para caminar hacia la avenida Carabobo. Pero, de pronto, fue reducido por tres individuos que saltaron de un Corsa. Y otros cuatro, armados hasta los dientes, controlaban  la escena desde un Vento. Eran los hombres de Smith.

Tres cuartos de hora después, Hugo Acevedo fue ingresado a la DDI de Quílmes, sin imaginar que su entregadora había sido doña Ada.

Pero sí sabía qué hacer en caso de ser detenido.

En la madrugada siguiente se suicidó con una Gilette en su calabozo.





Fuente Telam